Me gusta el primer tomo de mi novela de debutante, El Hospital de la Transfiguración, porque lo escribí sin saber que el mismo tema se habría podido desarrollar de mil o un millón de diferentes formas. Escribía como si cantara un pajarito, inconscientemente. Luego ya me faltó esta espontaneidad porque uno sabe demasiado de la vida y sabe bien “cómo se hace esto”, y de esta misma forma pierde la frescura. (La diferencia es más o menos como entre una cortesana refinada y una adolescente enamorada por primera vez).
Cada varias semanas iba en tren nocturno a Varsovia, en el asiento en la clase más barata -en aquella época era pobre- a las interminables conferencias en la editorial "Książka i Wiedza", donde machacaban mi Hospital de la Transfiguración con ideas y preguntas, donde adquiría todo tipo de crítica interna que revelaba su carácter decadente y contrarevolucionario. Eran toneladas de papel y mogollón de tiempo perdido. Pero cuando uno tiene veinte años y una disposición serena, puede aguantar bastante.
Me explicaban que había que cambiar algo, añadir, cortar, etc. Me seguían dando esperanzas, de modo que la iba reescribiendo, modificando continuamente. Tengo que decir que aunque poseo esta propiedad rara de escribir en innumerables variantes, nadie nunca me ha llevado a un estado comparable con lo que consiguieron estos señores y señoras en aquel tiempo. Pensando que el libro todavía se podía salvar, lo reescribí infinitamente, hasta que sacaron de mí algo que no tenía la menor intención de escribir. Por supuesto, esto no surtió efecto alguno, porque el libro al final salió gracias al Octubre (de 1956).