Gigamesh
Patrick Hannahan
(Transworld Publishers, Londres)
He aquí un autor que tuvo envidia del éxito de Joyce. En Ulises, toda la odisea se concentra en un solo día transcurrido en Dublín, el infernal palacio de Circe es el envés de la Belle Époque, la más barata confección pantalonera de Gerta McDowell se retuerce en una soga para el comprador Bloom, las cuatrocientas mil palabras forman un desfile de protestas contra la época victoriana, a la que hace estallar con el arma de todas las estilísticas disponibles para una pluma, desde el flujo espontáneo de la conciencia hasta el acta de un juez de instrucción. ¿No fue acaso la culminación de la novela y, al mismo tiempo, una monumental inhumación de la misma en el panteón familiar de las artes (en Ulises hay incluso música)? Se ve que no; se ve que el mismo James Joyce juzgó que no lo era, puesto que decidió ir más lejos y escribir un libro donde se concentrara la cultura no en una sola lengua, sino que fuera como una lente convergente del universalismo lingüístico, un descenso a los cimientos de la Torre de Babel. Ni confirmamos ni negamos aquí las excelencias de Ulises y Finnegan’s Wake, dos actos de temeridad en su aproximación a lo infinito. Una crítica solitaria ya no puede ser más que un granito añadido a la montaña de homenajes y anatemas erigida sobre los dos libros. En cambio, estamos seguros de que Patrick Hannahan, compatriota de Joyce, nunca habría escrito su Gigamesh si no hubiese existido aquel gran ejemplo, que para él fue un reto.
Hubiera cabido suponer que su idea sólo podía terminar en un fracaso rotundo. Es un esfuerzo vano producir un segundo Ulises o un segundo Finnegan. En las cumbres del arte sólo cuentan las primeras hazañas, igual que en la historia del alpinismo sólo son importantes las primeras ascensiones a unos picos todavía no conquistados.
Hannahan, bastante indulgente con Finnegan’s Wake, lo es menos con Ulises. «¡Valiente idea —dice— la de meter el espíritu del siglo xix europeo, emplazado en Irlanda, en el sarcófago de la Odisea! El mismo original de Homero es de un valor dudoso. Es un cómic de la antigüedad en el que Ulises desempeña el papel de Supermán, con el happy end de rigor. Ex ungue leonem: al escoger sus modelos, el escritor da la medida de su talla. La Odisea es un plagio manifiesto de Gilgamesh, aliñado conforme al gusto del público griego. Lo que en la epopeya babilónica constituía la tragedia de una lucha coronada por la derrota, ha sido convertido por los griegos en la aventura pintoresca de un viaje por el mar Mediterráneo. Navigare necesse est, “la vida es un viaje”, ¡qué pensamientos tan profundos! La Odisea es un plagio disminuido, ya que carece de toda la grandeza de la lucha de Gilgamesh.»
Hay que reconocer que Gilgamesh contiene realmente —tal como nos enseña la sumerología— unas tramas aprovechadas por Homero, por ejemplo, la de Odiseo, Circe y Caronte, y que es, tal vez, la versión más antigua de la ontología trágica, puesto que muestra lo que Rainer Maria Rilke llamaría treinta y seis siglos más tarde «el crecimiento» y que consiste en que «der Tiefbesiegte von immer Grösserem zu sein». El destino humano, visto como una lucha que conduce, irremediablemente, a la derrota: éste es en definitiva el sentido de Gilgamesh.
Patrick Hannahan decidió, pues, extender sobre la epopeya babilónica su propio lienzo épico, bastante peculiar, dicho sea de paso, ya que su Gigamesh es una historia muy limitada en el tiempo y el espacio. Un gángster profesional, asesino a sueldo, soldado americano de la última guerra mundial, G.I.J. Maesch (Government Issue Joe: así llamaban a los soldados rasos del ejército de los Estados Unidos), desenmascarada su actividad criminal por la denuncia de un tal N. Kiddy, ha de ser ahorcado, según el veredicto del tribunal militar, en una pequeña localidad del condado de Norfolk, donde estaba estacionada su unidad. Toda la acción transcurre en 36 minutos, tiempo necesario para el traslado del reo desde la cárcel al lugar de la ejecución. La cosa termina con una imagen de la soga, cuyo lazo negro —visto sobre el fondo del cielo— cae sobre la nuca de un Maesch inmutable. Pues bien, aquel Maesch es Gilgamesh, el héroe semidivino de la epopeya babilónica, y el que lo entrega a la horca —su viejo compañero N. Kiddy— es el mejor amigo de Gilgamesh, Enkidu, creado por los dioses para el exterminio de Gilgamesh. A la luz de este análisis se vuelve muy visible el parecido del método creativo de Ulises con el de Gigamesh. La ecuanimidad nos obliga a concentrarnos sobre las diferencias entre ambas obras. La tarea no resulta extremadamente difícil, por cuanto Hannahan (en esto sí que se ha diferenciado de Joyce) proveyó su libro de una introducción dos veces más voluminosa que la novela misma (para ser exactos: Gigamesh consta de 395 páginas, y la introducción, de 847). Nos damos cuenta del método de Hannahan desde el primer capítulo (de 70 páginas) de la introducción, en el cual se nos explica la multiplicidad de conceptos surgidos de una sola palabra: el título de la obra. Gigamesh procede, en primer lugar y abiertamente, de Gilgamesh. Así se patentiza su prototipo mítico, igual que en Joyce, cuyo Ulises nos advierte de su entronque clásico antes de que hayamos leído la primera palabra del texto. La omisión de la letra «L» en el nombre «Gigamesh» no es fortuita; «L» significa Lucipherus, Lucifer, Príncipe de las Tinieblas, presente en la obra a pesar de no aparecer en ella en persona. La letra (L) está, pues, en la misma relación con el nombre (Gigamesh), que Lucifer con los acontecimientos de la novela: está allí, pero invisiblemente. A través de «Logos», «L» indica al Principio (la Palabra Creadora del Génesis); a través de «Laokoon», el Fin (el fin de Laokoon fue causado por unas serpientes que lo estrangularon, igual que el protagonista de Gigamesh moriría estrangulado en la horca). «L» posee 97 conexiones más, pero no podemos citarlas todas aquí.
Prosiguiendo la lectura de la introducción, nos enteramos de que Gigamesh se puede interpretar como «A GIGAntic MESS», la terrible confusión y desgracia de la situación del protagonista, condenado a muerte. La palabra se compone también de: «gig», una embarcación pequeña (Maesch ahogaba a sus víctimas en un gig cegado con cemento); GIGgle —la risa diabólica— es una referencia (N.° 1) a la frase musical del descenso a los infiernos según «Klage Dr. Faustii» (volveremos a hablar de ello); GIGA: a) un violín italiano (una nueva alusión al substrato musical de la epopeya), b) el prefijo que significa miles de millones de unidades de fuerza (por ejemplo, en la palabra GIGA VATIOS), aquí: la fuerza del Mal de la civilización técnica. «Geegh»: en celta antiguo «largo de aquí», o «¡fuera!». Desde el «Giga» italiano llegamos, a través de la «Gigue» francesa, al «geigen» alemán, definición popular de la cópula. Nos vemos obligados, por falta de sitio, a terminar aquí la explicación etimológica. Si se divide el título en partes diferentes: «GiGAME-Sh», se descubren otros aspectos de la obra. «Game» significa «juego», pero también «caza» (al hombre, en este caso, a Maesch). Pero hay más cosas: en su juventud, Maesch ha sido un «gigolo» (GIG-olo); «Ame», en germánico antiguo «Amme», significa nodriza; MESH significa red, por ejemplo aquella en la cual Marte atrapó a su divina esposa con el amante, y puede referirse, por tanto a «lazo», «trampa», SOGA (de ahorcar), y además, a un sistema de ruedas dentadas (por ejemplo «synchro-MESH»: cambio de velocidades sincronizado).
Un párrafo aparte se ocupa del título leído al revés, ya que Maesch, durante su traslado al lugar de la ejecución, dirige sus pensamientos hacia atrás para encontrar el recuerdo del más monstruoso de sus crímenes, esperando que su muerte en la horca lo redima. En su mente transcurre, pues, un juego (¡Game!) por la apuesta suprema: si recuerda una acción infinitamente repugnante, igualará el infinito Sacrificio de la Redención Divina, es decir, se convertirá en un Antirredentor en el sentido metafísico. Maesch, evidentemente, no desarrolla esta antiteodicea conscientemente, sino que —psicológicamente— busca una monstruosidad para que le confiera la impasibilidad ante el cadalso. Por tanto, G.I.J. Maesch es un Gilgamesh que en la derrota alcanza la perfección negativa. He aquí la perfecta simetría de la asimetría respecto al héroe babilonio.
Así pues, «Gigamesh» leído al revés, suena «Shemagig». «Shema» es una palabra hebraica sacada del Pentateuco («¡Shema Israel!»: «¡Escucha Israel, tu Dios es el único Dios!»). Como hablamos de una inversión, se trata de un Antidiós, o sea la personalización del Mal. «Gig», en este caso es, naturalmente, «Gog» («Gog y Magog»). «Shem» no es otra cosa que «Sim», la primera parte del nombre de Simeón Estilita: la soga cuelga del pilar, así que Maesch, ahorcado, será estilita «a rebours», porque no se mantendrá de pie sobre una columna, sino que colgará debajo de ella. Este es el paso sucesivo de la antisimetría. Habiendo comentado de este modo en su exégesis 2912 términos sumerios, babilónicos, caldeos, griegos, cirílicos, hotentotes, bantúes, surcurílicos, sefarditas, apaches (los apaches, como se sabe, suelen gritar «Igh» o «Hugh»), junto con sus antecedentes sánscritos y referencias al slang del hampa, Hannahan nos quiere convencer, e insiste en ello, de que todo aquello no era un amasijo fortuito, sino una rosa semántica de los vientos, un instrumento de precisión, una brújula multidimensional y un plano de la obra y su cartografía, una pre-presentación de todas las conexiones que la novela realiza polifónicamente.
Para tener la seguridad de superar a Joyce, Hannahan decidió hacer de su libro un nudo (¡dogal!) no sólo universalmente cultural y étnico, sino también lingüístico. Era un designio necesario (ejemplo, sin ir más lejos, la sola letra «M» de «Giga-Mesh» nos remonta a la historia de los Mayas, al dios Vitzli-Putzli, a todas las cosmogonías aztecas), pero insuficiente, puesto que el libro está tejido de la totalidad del saber humano existente. Y no nos referimos a la ciencia actual solamente, sino a la historia de la ciencia, o sea, a la aritmética cuneiforme babilónica, a las imágenes del mundo —desvaídas y cubiertas de cenizas— caldeas, egipcias, desde la era toloméica hasta la einsteiniana, al cálculo matricial y patricio, al álgebra de tensores y grupos, a la manera de cocer los jarrones de la dinastía Ming, a las máquinas de Lilienthal, Hieronymous, Leonardo, al globo perdido de Andrée y al globo del general Nobile. (El hecho de que durante la expedición de Nobile se hayan producido casos de canibalismo tiene un sentido profundo y particular para la novela: es como el punto en el cual un peso fatídico cayera en el agua y perturbara la quietud de su superficie. Y los círculos de las olas que se extienden concéntricamente más y más lejos en torno a Gigamesh representan el «todo total» de la existencia humana sobre la Tierra, desde el Homo Javanensis y el Paleopythecus.) La información completa reposa dentro de Gigamesh, oculta, pero posible de encontrar, como en el mundo real.
Llegamos, pues, a percibir poco a poco el pensamiento que guió a Hannahan en la composición de su obra: para superar a su gran compatriota y predecesor, el autor quiere que su novela contenga todo el bagaje idiomático, cultural e histórico del universo, la omniciencia y la omnitécnica (Pangnosis).
La imposibilidad de llevar a cabo un proyecto semejante parece saltar a la vista y su autor puede ser tomado por un imbécil: ¡una sola novela, la historia del ahorcamiento de un gángster cualquiera, iba a ser extracto, matriz, clave y cámara de tesoros de todo lo que colma las bibliotecas del globo terráqueo! Como Hannahan comprende, e incluso prevé, la fría e irónica desconfianza del lector, no se limita a hacer promesas, sino que recurre a la introducción para probar sus razones.
En la imposibilidad de hacer un resumen de la misma, sólo podemos mostrar el método creativo de Hannahan ciñéndonos a un pequeño ejemplo marginal. A lo largo de las ocho páginas del primer capítulo de Gigamesh, el reo hace sus necesidades en la letrina de la cárcel militar, leyendo, encima del urinario, los incontables «graffiti», hechos por los soldados prisioneros, que adornan las paredes de aquel local. Los lee distraídamente, sin que sus pensamientos se detengan en las inscripciones. La extrema obscenidad de estas últimas nos aparece —a causa, precisamente de la poca atención que se les dedica— como el fondo de todo, pero no lo es en realidad, ya que a través de ellas penetramos directamente en las sucias, calientes y enormes entrañas del género humano, en el infierno de su simbolismo coprológico y fisiológico que se remonta, pasando por el Kamasutra y las «batallas de flores» chinas, a las obscuras cavernas pobladas de las Venus Esteatopígicas de los primeros hombres, con su sexo desnudo que se adivina en los torpes dibujos de la pared. En la obsesión fálica de otras figuras se insinúa el Oriente y sus ritos sacralizadores de Phallos-Lingam. Aquel Oriente nos enseña que la sede del primer Paraíso era, de hecho, la de una mentira endeble, incapaz de disfrazar la verdad, y que al principio hubo una mala información. Así es realmente, puesto que el Sexo y el «pecado» aparecieron allí donde las primeras amebas perdieron la virginidad de la unisexualidad: la equipolencia y la bipolaridad del Sexo deben ser deducidas directamente de la Teoría de la Información de Shannon. ¡Aquí descubrimos para qué servían las dos últimas letras (SH) del título de la epopeya! Así pues, el camino que arranca de las paredes de la letrina conduce al abismo de la evolución natural… a la que sirvió de hoja de higuera la cultura.
Sin embargo, todo esto no es más que una gota de agua en el océano, ya que dicho capítulo contiene además:
a) El número pitagórico «Pi», símbolo de la feminidad (3,14159265359787…), expresado en la cantidad de letras que componen mil palabras del capítulo.
b) Si tomamos los números que indican las fechas de nacimiento de Weisman, Mendel y Darwin y los aplicamos al texto como una clave a un cifrado, veremos que el aparente caos de una escatología de retrete es una lección de mecánica sexual, donde los cuerpos colisionantes son sustituidos por los cuerpos copulantes, y que toda esa corriente de significados empieza a sincronizarse (synchromesh) con otras partes de la obra de modo siguiente: el capítulo III (¡Trinidad!) se relaciona con el capítulo X (¡el embarazo dura 10 meses lunares!); este último, leído al revés, resulta ser el freudismo explicado en arameo. Esto no es todo: como demuestra el capítulo III —si lo superponemos al IV poniendo el libro cabeza abajo— el freudismo, o sea, la doctrina psicoanalítica, se convertirá en una versión del Cristianismo secularizada y naturalista. Estado anterior a la Neurosis = el Paraíso; complejo de la Infancia = la Caída; neurótico = el Pecador; Psicoanalista = el Salvador; cura freudiana = Salvación por la gracia.
c) Al salir de la letrina, al final del capítulo I, Maesch silba una tonadilla de dieciséis tiempos (dieciséis años tenía la muchacha que violó y ahogó en la canoa), cantando para sus adentros la letra, por cierto muy vulgar. Este exceso tiene una motivación psicológica en aquel momento; por otra parte, la canción, analizada desde el punto de vista silabotónico, nos da una matriz rectangular de transformaciones para el capítulo siguiente (que tiene dos significados, según utilicemos, o no, la matriz).
El capítulo II expone el desarrollo de la canción blasfema, silbada por Maesch en el primero; pero, si aplicamos la matriz, las blasfemias se transforman en loas celestiales. Se nos da aquí tres referencias: 1) al Fausto de Marlowe (acto II, escena VI y ss.); 2) al Fausto de Goethe (alies vergängliche ist nur ein Gleichniss); 3) al Doctor Faustus de T. Mann. Esta última es un verdadero alarde de habilidad: si sucesivamente subordinamos las notas de la llave gregoriana a cada una de las letras que componen las palabras, el capítulo II se convierte en una composición musical: el Apocalypsis cum Figuris, que Hannahan recrea en base a la descripción de T. Mann. Este último atribuye la realización musical al compositor Adrián Leverkühn. La música infernal está presente y, al mismo tiempo, ausente en la obra de Hannahan (no figura en ella de manera manifiesta), igual que Lucifer (la letra «L» omitida en el título). Los capítulos IX, X y XI (el apearse de la camioneta, el consuelo espiritual, la preparación del patíbulo), tienen también un trasfondo musical (el de Klage Dr. Fausti), pero, si puede decirse así, de pasada. Tratados como un sistema adiabático (en el sentido que le había dado Sadi-Carnot), se transforman en una Catedral, construida conforme a la constante de Boltzmann, en la que se está celebrando una Misa Negra. (Como retiro espiritual figuran los recuerdos de Maesch en la camioneta, culminados en un juramento, cuyos glissanda subidos de tono cierran el capítulo VII.) Esos capítulos forman una verdadera catedral, ya que las proporciones entre las frases y fraseologías poseen un esqueleto sintáctico que no es sino una proyección —la de Monge, sobre una superficie imaginaria— de la catedral de Nôtre Dame con todos sus pináculos, cruceros, contrafuertes, su portal monumental, su célebre rosetón gótico, etc., etc. Como vemos, en Gigamesh se encuentra también la arquitectura inspirada en una teodicea. El lector encontrará en la introducción (pág. 397 y ss.) el plano completo de la catedral, tal como nos lo ofrece el texto de los capítulos citados, a escala de 1:1000. Sin embargo, si en vez de la proyección estereométrica de Monge aplicamos la poliédrica irregular, con la distorsión inicial indicada por la matriz del capítulo I, obtendremos el Palacio de Circe, y la Misa Negra quedará transformada en una caricatura de la explicación de la doctrina augustina (otro ejemplo de iconoclastia: la doctrina augustina en el Palacio de Circe y la Misa Negra en la Catedral). La Catedral y el Augustinismo no están, pues, metidos en la obra de manera mecánica, sino que constituyen elementos de la argumentación.
Este solo ejemplo nos explica cómo el autor, gracias a su obstinación irlandesa, integra en su novela todo el mundo del hombre, junto con sus mitos, sinfonías, iglesias, ciencias físicas y anales de la Historia Universal. Nuestro ejemplo se conecta también con el título, puesto que —si seguimos esta senda interpretativa—, Gigamesh designa una «mezcla gigante», hecho que tiene un sentido extraordinariamente profundo. Por cierto, según la Segunda Ley de la Termodinámica, el Cosmos está encaminado hacia el caos final. La entropía tiene que ir en aumento y, por tanto, el fin de toda existencia es la derrota. Así pues, «a GIGAntic Mess» no es solamente lo que ocurre a un ex-gángster. El Universo entero es «a Gigantic Mess» (en el lenguaje popular «desorden» se traduce en «burdel»; por esta razón la imagen del Cosmos son todas las casas públicas que Maesch recuerda en su camino al patíbulo). Al mismo tiempo se está celebrando «a Gigantic Mess» —una misa gigante— de la transubstanciación del Orden en el Desorden final. De ahí la asociación de Sadi-Carnot con la Catedral, y la incorporación a esta última de la constante de Boltzmann: ¡Hannahan no podía evitarlo, porque el Juicio Final será el caos! Es evidente que el mito de Gilgamesh encuentra su plena encarnación en la obra, pero la fidelidad de Hannahan al prototipo babilonio es una bagatela frente al abismo de interpretaciones que se abre en cada una de las 241.000 palabras de la novela. La traición que N. Kiddy (Enkidu) comete respecto a Maesch-Gilgamesh simboliza el amasijo acumulativo de todas las traiciones de la historia. N. Kiddy es también Judas, G.I.J. Maesch es también el Redentor, etc., etc.
Si abrimos el libro al azar, encontramos en la página 131, línea 4, la exclamación «¡Bah!», con la cual Maesch acoge el cigarrillo Camel ofrecido por el chófer de la camioneta. En el índice de la introducción encontramos 27 «¡Bah!» diferentes; al de la página 131 corresponde la serie siguiente: Baal, Bahía, Baobab, Baker (podríamos creer que Hannahan se había equivocado, dándonos una ortografía falsa del apellido del pintor holandés, pero no es así, ni mucho menos. La «c» suprimida alude, conforme al principio que ya conocemos, a la «c» de Cantor, símbolo del contínuum en su transfinalidad), Baphomet, Babeliscos (obeliscos babilonios: un neologismo típico del autor). Babel (Isaac), Abraham, Jacobo, escalera, bomberos, motobomba, disturbio, hippies (¡h!), Badmington, cohete, luna, montañas, Berchtesgaden (esto último, porque «h» en «Bah» designa también al adorador de la Misa Negra que en el siglo xx ha sido Hitler).1
¡Así opera, a todos los niveles, una corta palabra, una exclamación corriente y moliente, tan inocente en su aspecto entimemático! ¡Figurémonos, pues, los laberintos semánticos que se abren en las plantas superiores de ese rascacielos lingüístico que es Gigamesh! Las teorías de preformismo luchan en él con las de epigénesis (cap. III, pág. 240 y ss.); los gestos de las manos del verdugo mientras ata el lazo del dogal, tienen por acompañamiento sintáctico la teoría de Hoyle-Milne sobre el enlace de dos escalas temporales en las galaxias espirales, y los recuerdos de Maesch sobre sus crímenes constituyen el registro total de todas las caídas del hombre. (La introducción indica cómo se coordinan con los delitos de Maesch las Cruzadas, el imperio de Carlos Martel, la matanza de los Albigenses, la de los Armenios, la quema de Giordano Bruno, los suplicios de las brujas, las locuras colectivas, los flagelantes, la peste, las danzas de la muerte de Holbein, el arca de Noé, Arkansas, ad calendas graecas, ad náuseam, etc.). El ginecólogo a quien Maesch mató a patadas en Cincinnati se llamaba Cross B. Androidiss; por lo tanto, tenía Cruz por nombre y, por apellido, un conglomerado de lo humanoide (Android, Androi, Anthropos) y Ulises (Odis). La letra central —B— hace referencia a la tonalidad B-mol del Lamento del Dr. Fausto, incorporado en aquella parte del texto.
Sí, esta novela es un abismo sin fondo; dondequiera que la toquemos, se abre ante nosotros una infinidad de caminos (la sistemática de las comas en el capítulo VI, por ejemplo, corresponde al trazado del mapa de Roma), nunca insignificantes, ya que todos ellos, con sus ramificaciones, se entrelazan armoniosamente para crear un todo coherente (hecho que Hannahan demuestra aplicando los métodos del algebra topológica: cf. Introducción, Apéndice Matemático, pág. 811 y ss.). Así pues, todo se ha cumplido. Sin embargo, queda una duda: ¿Alcanzó Patrick Hannahan la grandeza de su predecesor, o bien perdió la medida y se puso a sí mismo —pero junto con aquél— en tela de juicio en el reino de las artes? Hay quien dice que a Hannahan le ayudó un conjunto de computadoras, suministradas por International Business Machines. Aunque fuera verdad, no veo en ello nada reprochable. Actualmente, los compositores se sirven con frecuencia de computadoras; ¿por qué tendría que prohibirse su empleo a los escritores? Algunos opinan que los libros escritos de ese modo sólo son legibles para otras máquinas de cifrado, puesto que no existe hombre capaz de abarcar mentalmente un océano semejante de hechos y sus relaciones. Permitan, pues, que yo, a mi vez, haga una pregunta: ¿existe en el mundo un hombre capaz de abarcar de manera análoga Finnegan’s Wake, o por lo menos Ulises? Conste que no me refiero al sentido literal, sino al de todas las alusiones, asociaciones y designaciones míticas, todas las relaciones paradigmáticas y arquetipismos, en los que dichas obras se apoyan y a las que deben su celebridad. ¡Estoy seguro de que nadie puede hacerlo solo! ¡Ni siquiera hay tiempo suficiente en una vida para leer la totalidad de la literatura interpretativa que ha proliferado en torno a la prosa de James Joyce! En resumidas cuentas, nos parece que la discusión sobre la legitimidad del uso de computadoras en la creación de una obra de arte no es, realmente, esencial.
Los zoilos dicen que Hannahan ha producido el mayor logógrifo de la literatura, un monstruoso jeroglífico semántico, una charada o rompecabezas positivamente infernal. Que el amontonamiento de miles y millones de referencias en una obra literaria; los desfiles etimológicos, fraseológicos, hermenéuticos; la superposición de sentidos interminables y maliciosamente antinómicos, no son creaciones artísticas, sino pasatiempos intelectuales que se elaboran para tipos particularmente paranoicos, para maníacos y coleccionistas que buscan la excitación en el manejo de las bibliografías. En una palabra, que su libro es una auténtica perversidad, una patología de la cultura, y no un producto del sano desarrollo de la misma.
Les pido perdón a esos señores, pero, que me contesten la siguiente pregunta: ¿Dónde, según ellos, hay que trazar la línea fronteriza entre la multiplicidad de significados que constituye la manifestación de una integración genial, y el enriquecimiento de una obra, logrado gracias a una multiplicidad parecida, pero interpretada como una mera esquizofrenia de la cultura? Conjeturo que los expertos en literatura o, mejor dicho, su camarilla antihannahaniana, temen quedarse en paro. Joyce había confeccionado sus deslumbrantes charadas sin dotarlas de ninguna interpretación suya; por tanto, cada crítico puede lucir su erudición, su agudeza de largo alcance e incluso su genial capacidad de interpretación, a través de los comentarios aplicados al Ulises y a Finnegan. Hannahan, en cambio, lo hizo todo él mismo. Sin limitarse a crear la obra, le añadió un aparato explicativo dos veces más voluminoso que la misma. En esto estriba la diferencia principal, y no en ciertas circunstancias que suelen aducirse, como, por ejemplo, el hecho de que Joyce «lo inventó todo él mismo», mientras que Hannahan ha sido secundado por unas computadoras conectadas con la Biblioteca del Congreso (23 millones de tomos). Realmente, no veo la salida del atolladero en el cual nos metió el irlandés con su mortífera escrupulosidad: o Gigamesh es el súmmum de la literatura contemporánea, o bien ni él ni las dos novelas de Joyce tienen derecho a figurar en el Olimpo de las bellas letras.